Mientras, desde lejos, Vitoria y su caserío pasaba casi desapercibido entre el paisaje alavés y sus contornos se diluían, sus barrios más jóvenes desdibujados y tan solo las torres de San Vicente,San Miguel,San Pedro y Santa María, así como el espigón neogótico del convento de la Visitación atestiguaban que la ciudad no había desaparecido, sino que languidecía soñolienta casi con los ojos cerrados, ensimismada por un celaje vaporoso y desleído por el humo blanco de las chimeneas de las casas.
Yo comencé a caminar, por los caminos ya trazados, por los senderos que los andantes como yo utilizamos para permitir que el cordón umbilical que nos une a la Naturaleza, aún tibio, se mantenga y continúe también su devenir.
El bosque, enmarañado y denso en algunos casos, en otros, limpio y adehesado, según las intervenciones que la mano del hombre haya querido imprimir al entorno, se hallaba densamente cubierto de una nieve alba y relumbrona. Los álamos pegados a los ríos parecían cartujos tunicados, ataviados con su hábito blanco, apuntados y místicos. Los abedules al igual que los álamos blancos traían a mi recuerdo grandes y vastas extensiones de suelo ártico por cuyas entrañas discurrían los trineos tirados por troikas de perros esquimales. Los quejigos, atosigados, mostraban todavía algunas hojas secas que luchaban, desde las ramas más altas, por asomarse al viento helado.
Las aves, mudas y solitarias, sufrían los rigores y los reveses del invierno inclemente volando a aquellos lugares que la nieve no había logrado cubrir para alimentarse de lombrices de tierra y otros artrópodos. Los pinzones y las malvices eran las más frecuentes, además de las cornejas lutinas que manchaban los campos de negros graznidos que repercutían en el ambiente, chocando en mis oídos.
A medida que el camino transcurría la nieve se densificaba y su profundidad ganaba palmos.Comenzaba a atestiguarse el dominio de los pinos, antes de que las hayas, cobrizas y risueñas, encantadoramente risueñas, salidas de cuentos y leyendas de príncipes guapos y nobles y princesas sin príncipes, obliguen al silencio y a la quietud solo roto por el tamborileo esporádico de un pico picapinos o por los aletazos, abruptos y exclamantes, de las torcazas de tonos cenicientos y de vientres violáceos.
Aún quedaban por descollar los pinares de repoblación como antesala del hayedo y las voces de los caminantes que descendían con los perros, algunos desobedientes y levantiscos, y otros, mansos y cariacontecidos, que no se separaban de su dueño si no era más que para olisquear unos tomillos en los márgenes de los caminos.
Atravesé el hayedo pasada "la plataforma". Las sendas se estrechaban quebrándose, casi interrumpidas por la vegetación que se arrimaba al cauce de un arroyuelo de cuerpo líquido y saltarín, corriendo aguas abajo hasta refrenarse en algún azud, quién sabe, o para tributar su escaso caudal, rendido y cabizbajo, al comisario Zadorra.
Ya arriba, en lo alto del monte, en la cima, el paisaje se dilucidaba entre las vegas extensas del condado de Treviño y la llanada de Álava, con sus campos enteramente nevados interrumpidos por las aldeas como gigantescos túmulos blancos o amplísimos muros enjabelgados.
Vayan a continuación algunas imágenes que completan, más que aclaran, lo dicho en estas líneas escuetas y vagas...
Carámbanos en una casa de Armentia |
Una malviz o zorzal común busca lombrices de tierra |
El bosque de Armentia y el invierno |
Los pinos silvestres doblegan sus ramas para amortiguar el peso de la nieve |
La vieja aldea de Esquibel |
Zaldiarán (978m.) |
Montes de Vitoria desde Zaldiarán |
Mirando al sur |
Al fondo,se vislumbra la entenebrecida cima del Arrieta |
Siluetas negras |
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