jueves, 5 de septiembre de 2013
Treinta y cinco días
Torno nuevamente al desempeño de almacenero, a esta labor que no es ni oficio ni profesión, es más bien una tarea o un trabajo para el que no se requiere una titulación específica ni cualidades especialmente exigibles. Solamente la pericia en el manejo de la carretilla que la proporciona la experiencia y el esmero y la atención que a uno le vienen dados por motivos biológicos o educacionales. Así que cambió mi régimen biológico atemperado por el cambio de las circunstancias o por un cambio en el ritmo normal de los acontecimientos que, hasta hace apenas treinta y cinco días, eran cadenciosos, suaves, sin exabruptos. Los días pasaban acordes a mi estado de ánimo, y al revés. Casi como si los latidos del corazón que dan corporeidad a cada momento marcharan al compás del paso de los minutos, de las horas...Casi como si mis pensamientos dirigieran los días, o como si mis estados de ánimo coordinaran el aspecto del cielo en cada momento. Entonces si la tristeza me embargaba, cubríase el cielo de nubes; si la alegría regocijadora llegaba de no sé qué rincón de mi alma, las nubes descorrían la cortina azul ; el alma era el timón que yo manejaba y cuya dirección marcaba el pronóstico del tiempo para los días siguientes. Cuánta felicidad, cuánta dicha anticiparme al tiempo, desde la propia asunción de mi insignificancia, desde el propio asentimiento de mis incapacidades —incluso para cambiar aquello menos difícil, casarme con la lluvia o reconciliarme con los días grises con nubes también grises, desde cuyas panzas parecen precipitarse las noticias más tristes en forma de cartas de esas que ya nadie escribe. Así que me sentía como alguien en mitad del mar, a bordo de un bajel, dirigiéndolo y, empatando los días alegres y los días tristes.
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